8.6.09


Cuando estaba en la secundaria, tenía una compañera que se enamoraba preventivamente de todos los hombres que teníamos alrededor. El primer día de clases, no bien dejábamos la mochila en el banco, nos avisaba, emocionada, que le gustaban todos los compañeros nuevos, la mitad de los viejos y todos los profesores con menos de sesenta años. Nosotras por nuestra parte, en nombre de esa cláusula implícita que prohíbe tocar el chico que le gusta a una amiga, tragábamos saliva y nos resignábamos a buscar amor en otro lado. Pero el último año nos cansamos de sus romances unilaterales. Bajo el holgado amparo de la lealtad, la acaparadora nos vedaba a todos los hombres cercanos. No a uno. No a dos. A todos. Nos confesaba su amor no porque necesitara que alguien la escuchara o porque el cariño le oprimiese el pecho. Su secreto funcionaba como una orden de restricción amorosa: al decirnos que un chico le gustaba, lo dejaba fuera de juego. Aunque nos enamoráramos y él nos correspondiera. Aunque él jamás la fuese a mirar con otros ojos. Aunque fuese el quinto del que se enamorara ese año. Ella lo había visto primero y en consecuencia le pertenecía.
No obstante, todo ese circo habría sido divertido si no hubiera sido por sus absurdas represalias. Su paranoia y el control al que se nos sometía hacían que incluso la amistad fuese dolorosa. Se veía una sonrisa sospechosa o un gesto cortés con alguno de sus novios imaginarios, inmediatamente nos hacía fama de traidoras y lloraba por los rincones buscando el consuelo de todo el mundo. Y si teníamos la trágica suerte de que su amor nos cortejara, sentíamos sus ojos reclamones clavados en la nuca o el clamor de sus regordetas esperanzas sonando en cada conversación sigilosa en los recreos. Sus sollocitos justicieros se escuchaban en cada línea del teléfono, en cada escalera y en cada baño del colegio: "viste lo que me hizo?, como pudo si es mi amiga y sabia que a mi me encantaba?"
También fuimos víctimas de misteriosos silencios. De repente desaparecía o dejaba de llamar sin motivo aparente, y unos meses después descubriríamos que la habíamos traicionado al prestarle unos apuntes al amor de su vida.
Unos años mas tarde leíamos su diario, una suerte de culebrón llenos de romances fallidos, y malas intenciones. Por fin supimos que, para ella, todas las chicas que iban con calzas a gimnasia lo hacían para robarle el amor de su vida, que las que sonreían demasiado eran atorrantas y que docenas de chicos eran su mitad perfecta.
Pero a esa altura ya no sentíamos nada. Ni siquiera pena. Ya habíamos conocido acaparadoras en todos lados y habíamos aprendido que si bien hay tantas formas de amar como parejas, nadie tiene amor para tanta gente. Hay una sola medida para amar y es una persona. Lo demás son boberías.
Genial texto de Valen Cusini-

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